La risa asesinada

Por Jotamario Arbeláez

No otra cosa que rabia puede generarse en el pecho y entre los dientes ante la ejecución anunciada de un artista que se la jugó toda por la vida, destapando con sus chistes la olla podrida en que nos venimos cocinando sin compasión.

El chiste fácil es muy fácil, produce risa facilito, pero el chiste sutil y cargado de veneno es fatal, porque puede ocurrir que además de despertar carcajadas genere ráfagas de metralleta.

A Jaime lo pudo matar cualquiera. A propósito hay doce hipótesis sobre su muerte y hasta el crimen pasional se contempla. Con lo que trata de pasarse de Castaño a lo más oscuro.

Habría que ver si a la calavera de Garzón le dejaron la caja de dientes que lo hizo inmortal cada vez que se la quitaba (“Soy el único colombiano que se quita los dientes para comer”, proclamaba San Heriberto). O si quedó por fuera para reírse de sus asesinos desde un vaso-de-agua.

En este décimo aniversario pongo sobre la memoria de Jaime estas flores de papel quemado, en una evocación que convoca a las personas que le amaron y le respetan exiliado en el interior de la tierra y que como un rompecabezas vuelven a armarlo, porque cada ser es la suma de sus amigos.

Cuando se comienza a asesinar la risa, cuando el muerto es el cómico, se está violando algo más que los Derechos Humanos y es privilegio sempiterno del payaso, del artista de la palabra, del bufón de la corte, el burlarse del rey en su propio palacio, y de todo lo que pasa por las arcas y las arcadas del reino.

¿Quién puede tener corazón y huevos para asesinar la risa? Con el asesinato repicado de Jaime Garzón, tamaña intolerancia viene a tomar asiento en Colombia.

Qué tal que Hitler hubiera condenado a muerte y ejecutado a Charlot, o Franco a Picasso, o el Pentágono a Lenny Bruce, o los académicos santanderistas a Fernando González, o López Michelsen a Klim. Los últimos antecedentes conocidos son las mortales amenazas islámicas a Salman Rushdie por el Ayatola y la inmolación de Víctor Jara cantando en el estadio con las manos cortadas por los esbirros de Pinochet.

Jaime Garzón viene a convertirse en el último Abel, el inocente asesinado con la quijada de un país ya muerto. Aunque todos sabemos quién fue, todavía se desconoce quién es el asesino porque en una guerra ciega cualquiera puede ser Caín. A Colombia entera la han rematado destripándole el corazón, que era Jaime, ese genio multifacético de la actuación en cadena que hizo las delicias de un país ya sin dientes para la sonrisa. Mediante su galería de personajes supo interpretar y criticar y burlarse de nuestras miserias.

“El próximo sábado soy hombre muerto”, les dijo el miércoles a quienes almorzaban con él en El Patio, y le pidió un vale a Fernando para rubricar el consumo.

Semanas antes, en una operación humanitaria de rescate de secuestrados, se había estrellado en el llano contra un árbol premonitorio, accidente en que sólo se quebró las piernas y otros huesos del cuerpo, viéndose obligado a continuar haciendo reír al país desde un sillón de ruedas.

El viernes en la madrugada, cuando se preparaba para marchar a la emisora, encontró que le habían traído la camisa del accidente y se la puso para lucir el blanco impecable. Cuando pasó por la bomba de gasolina la aguja del combustible le indicó que estaba llegando a ceros. Pero no se detuvo.

Por el parabrisas iba mirando lo que había sido su vida. Toda la película de sus amores, de sus humores y de sus dolores. Tal vez vio brillar con un resplandor sospechoso la última bota que había embolado. Los sicarios acostumbran antes de disparar llamar a la víctima por su nombre de pila. Así se aseguran que no están matando a otro. Miserables es lo que somos, o porque lo matamos o porque lo dejamos matar.

En su pequeño retiro de La Calera (en su garconiere) (“Si se pierden pregunten por la casa del hacendado Garzón”) cuyos dominios se extendían hasta donde se perdiera la vista, porque según él es de uno todo lo que se ve, se le encontraba como un santón de oriente fumando un ‘cachito', entregado a explicarse el mundo a través de sus asombrosos manuales de física, a redondear sus geniales apuntes cáusticos y a establecer en un mapa su próximo recorrido por el monte en busca de rescatar –por las buenas- a un secuestrado.

A ese rancho, que era de tablas, solían subir por tandas amigos juguetones, chicas muy lindas y el pomposo embajador de los Estados Unidos. Para todos tenía su dosis de entusiasmo regado con gotas amargas. Porque se necesitan cojones para hacer reír con las tragedias de la patria asidas por los dos cachos.

A veces volvía a encontrarlo en la Gobernación, donde yo fungía de secretario de Cultura de Andrés González, y mientras los medios en cascada entrevistaban al Gobernador por la feliz nueva de la liberación de un plagiado, él hacía mutis por el foro y nos íbamos a tomar un agua aromática mientras se desprendía los cadillos montaraces de las botas del pantalón. Aparte de ser la conciencia del país, al que le mantenía midiendo el aceite para aventurar su comentario mordaz, era un humanista y un activista radical de la paz. Que lo hayan matado por servir a la vida es el peor chiste del mal humor.

Al momento de su muerte gestionaba que las autodefensas le perdonaran la vida, porque le habían hecho saber que ya estaba impartida la orden. Prueba de que coronó su propósito es el mensaje de Carlos Castaño negando el hecho. Prueba de que no lo coronó es que ya no volverá a aparecer por El Patio.

Siempre pensé que los que cultivamos el chiste equívoco, el irreverente sarcasmo, y expresamos la crítica con humoradas, estábamos a cubierto de cualquier atentado de quienes detentan la fierramenta, como venía sucediendo desde Aristófanes, Molière y Bertolt Brecht. Con el asesinato de Garzón un fatídico viernes 13, quedamos notificados humoristas y caricaturistas, escritores, poetas, pintores o cantantes. Ni burlarnos de quienes manejan los hilos de la vida de este país, ni mandar al diablo –que ya ni siquiera existe– a quienes pueden cortarlos.

Vamos a tener que ponernos serios, o nos ponen. Porque, ¿qué más serio que un muerto?

En este país, donde se le da bala al que no tiene dientes, nos especializamos en hacer solemnes homenajes, para que en nuestro pecho se acallen los ecos de los disparos. De esta manera, si no resucitamos al muerto, por lo menos aire le damos en nuestro corazón apesadumbrado.

Las últimas tres cajas de Jaime: su caja de dientes, su caja de embolar y la caja en que terminó, serán como fetiches donde se conservará el salvajismo de que venimos haciendo gala por medio siglo.

Nadie me lo va a creer, pero a pesar de todo lo que nos dio de reír hasta que le suspendieron el servicio de respirar, Jaime Garzón fue uno de los hombres más serios de Colombia. Nunca fue gratuito su humor, y cada uno de sus chistes era una queja y una denuncia de Colombia a sus ofensores a través de sus personajes. Él tenía un proyecto de vida donde cabía la fraternidad a través de la tolerancia. Su desfachatez le abrió paso por entre las alambradas. Todos, hasta quienes le odiaron, se sintieron salpicados por su gesto de gracia condescendiente.

Si bien nunca fue un hombre de acero en vida, por lo menos después de muerto se hizo de bronce. Más vaciado que nunca, y a tamaño natural, entró a obstaculizar el espacio público con dos esculturas monumentales concebidas y realizadas por el artista Alejandro Hernández. Una como Jaime Garzón el embanderado, donde fue ejecutado, y la otra como su otro yo lustrabotas, como Heriberto, en los prados de la Gobernación de Cundinamarca. En la vía pública a la intemperie, para siempre, o hasta que resuelvan atentar con bomba o metralla contra la efigie del embolador y su caja, continuará nuestro amigo-estatua tratando de “pulir” una realidad embarrada de la que no logramos escapar por más que corramos.

Los que mataron a Heriberto ya no van a caber en sus zapatos empozados de sangre. Por el andén que anden irán dejando la huella fresca de su crimen. Nunca un embolador tuvo tanto roce con embajadores, generales, presidentes, ministros, reinas de belleza, pueblo raso, hasta su último topetazo con el poste de remate que lo esperaba.

Los personajes importantes le acercaban su par de ‘pinrieles’ sucios para que les sacudiera hasta el alma. Y lo hacía gratis el condenado, para que no lo fueran a acusar de recibir la partija.

¿Era Garzón un loco, un suicida, un esquizofrénico, tenía la personalidad dividida? El hombre más gracioso de Colombia se dio el lujo patético de andar durante sus últimos días sudoroso como un condenado a muerte, contándoselo a sus amigos del alma que se le iba. Cuenta Yamid Amat que el día del lanzamiento del Premio de Paz que crearon los comunicadores, en la Academia de la Lengua, dijo con la misma lengua que le hicieron tragar los sicarios: “Lástima que no me lo voy a poder ganar porque me van a matar”. No sé a quién se lo dieron, pero se lo debieron dar a él, in artículo mortis. Porque más que querer ganar el premio de paz, su premio era lograr la paz. A eso se apuntó descuidando el humor, y el día que se lo quemaron sólo vio el humo. Permitieron piadosos que el último sonido que escuchara el muerto inminente fuera el de su santo nombre.

Cuando iba a llegar a la avenida La Esperanza oyó que lo llamaban de acoso: ¡Jaime! Y en lugar de hacerse el güevón volteó a mirar a la cara a sus asesinos. Fue el único en reconocerlos. ¡Diablos! Y hasta allí llegó el blanco de su camisa.

*Poeta y periodista colombiano.