Anton Chéjov

Ahora que nuestra encuesta internacional sobre los grandes artistas colombianos de todas las épocas, empieza a calentar opiniones y retrotraer antiguas polémicas, disertaciones, tésis y contratésis, ironías y blasfemias, destinadas, en el fondo, a esclarecer el enigma irresoluble que engendra la belleza, nos viene espléndidamente este relato de Antón Chejov, el más adorable cuentista de la historia de la literatura. No serán pocas las sonrisas sardónicas que produzca su tragicómica sustancia.

El talento

El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.

Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

-No puedo casarme.

-¿Pero por qué? -suspira ella.

-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.

-¿Y no lo sería usted conmigo?

-No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.

-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!

-¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?

Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.

-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.

Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...

-¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.

-¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? -grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?

En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.

-¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial- ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!

El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.

Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.

-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!

Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.

-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.

Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama- ¿Cómo te va, muchacho?

Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...

-Habrás pintado cuadros muy interesantes -dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.

-Sí, he pintado algo... ¿y tú?

Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.

-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.

En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.

Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.

-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.

No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.

Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.

-¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.

Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.

A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.

Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...

-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?

-¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! -susurra ella-. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.

Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.